Por SeverianX
La física teórica estuvo durante los años 60 y 70 plagada de infinitos. Cálculos que deberían resultar en una magnitud medible, terminaban en cambio en números que crecían sin límite.
Se sabía que esos infinitos no eran una propiedad real de la naturaleza, sino que aparecían como consecuencia de haber expresado magnitudes medibles en términos de parámetros no medibles. Cuando todo se expresaba en términos de cosas que se podían medir, los infinitos desaparecían.
Pero el problema era que a la hora de hacer las cuentas los infinitos estaban ahí, gruñendo y mostrando los dientes. Había que encontrar un modo de mantenerlos contenidos, mientras se reordenaban los términos para expresar todo en términos de cosas medibles.
Había que encontrar una regularización
Podemos imaginar el problema como el de un automóvil que se queda sin frenos en la cima de una montaña. Naturalmente se despeñará por la ladera cada vez a mayor velocidad, en su versión prosaica de una fuga al infinito. Salvo, claro, que podamos reparar los frenos antes de que empiece a rodar. Pero para ello tendríamos que mantenerlo quieto mientras trabajamos. De eso se trataba, de mantener a los infinitos quietos sin dejarlos rodar cuesta abajo, mientras se reparaban los frenos.
Se conocían algunos métodos de regularización, tales como el de Pauli-Villars, que habían sido útiles en las décadas previas. Pero estos métodos fallaban en el caso de las teorías que describían las interacciones nucleares. El obstáculo principal era que las regularizaciones conocidas rompían las simetrías de la teoría, y resultaba imposible recuperarlas al final del cálculo.
Es como si, para contener al auto en la cima de nuestra imaginaria montaña mientras reparamos sus frenos, el único modo fuera poner piedras bajo sus ruedas. Estas piedras, al no ser perfectamente simétricas a cada lado, lo harían inclinarse de costado. Podríamos entonces reparar los frenos, pero quedarán regulados de manera asimétrica, y al descender la montaña el auto podría escorarse peligrosamente llegando incluso a volcar.
En 1972 dos físicos argentinos que trabajaban en la Universidad de La Plata, Juan José Giambiagi y Carlos Guido Bollini, encontraron la forma de controlar los infinitos sin romper las simetrías. Se les ocurrió la idea de cambiar en las cuentas la dimensión del espacio por un numero menor. Al final del cálculo y con los infinitos bien atados, podían volver a poner la dimensión correcta.
Estamos acostumbrados a decir que el espacio tiene tres dimensiones, a saber
1. Arriba-Abajo
2. Derecha-Izquierda
3. Adelante-Atrás
Giambiagi y Bollini notaron que los infinitos desaparecían si hacían sus cálculos en un espacio de dimensión menor, por ejemplo dos. Pero claro, luego de controlados los infinitos había que regresar a la realidad, en la que el espacio tiene dimensión tres. Es decir que los cálculos debían pasar suavemente por valores no enteros de la dimensión, como 2.3 o 2.99.
Parecía una locura irracional ¡pero funcionaba!
En nuestra metáfora del automóvil en la montaña, Giambiagi y Bollini ponían al vehículo en un túnel que lo confinaba a moverse en una sola dirección fija por la ladera. Si el túnel era lo bastante estrecho, las ruedas quedaban trabadas de manera simétrica mientras se reparaban los frenos. Una vez terminado el trabajo, quitaban el túnel suavemente, piedra por piedra, y el coche podía descender por la ladera sin desbarrancar.
Los físicos argentinos encontraron resistencia dentro y fuera de su país
Los científicos enviaron su artículo al journal Physics Letters, donde fue rechazado con un argumento un poco simplista del estilo «todo el mundo sabe que el espacio tiene tres dimensiones». Se cuenta en los pasillos que, años después, quien fuera el referí se identificó y le pidió disculpas a Giambiagi por esa decisión. Ante este rechazo, los autores reescribieron el artículo y lo enviaron a Nuovo Cimento, donde fue aceptado.
En esa época los tiempos de publicación eran mucho más largos que en la actualidad, ya que además del proceso de referato, en el caso de países lejanos como la Argentina se sumaba el tiempo involucrado en las comunicaciones por correo postal. En los meses transcurridos entre el rechazo de la primera versión en Physics Letters y la publicación de la segunda en Nuovo Cimento, salió un articulo de los físicos holandeses Gerardus ‘t Hooft (pronúnciese «toft») y Martinus Veltman, en el cual proponían esencialmente el mismo método.
En 1999, significativamente después de la muerte de Giambiagi, la Academia sueca otorgó a ‘t Hooft y Veltman el premio Nobel de física por su contribución. Nadie discutiría nunca los méritos de ‘t Hooft para tal reconocimiento, claramente tenía y tiene una mente excepcional. Sin embargo, más difícil es justificar a Veltman, quien no ha hecho contribuciones comparables a las de su entonces estudiante, y quien además era editor de Physics Letters cuando se rechazó el artículo de Giambiagi y Bollini, por lo que es posible que estuviera al tanto de sus resultados.
Expulsados de la Universidad de Buenos Aires luego de la infame «noche de los bastones largos», cuando se publicó su artículo en Nuovo Cimento en 1972 Giambiagi y Bollini trabajaban en la Universidad de La Plata, donde nunca se les había dado una oficina. Tenían sus reuniones y discusiones en un estudio en la casa de Giambiagi, al que humorísticamente habían bautizado el «Instituto Onganía». Años más tarde, la dictadura criminal de 1976 los exoneró también del CONICET y la UNLP. Ambos se exiliaron, Gimbiagi murió en Brasil en 1996, Bollini volvió a La Plata donde murió en 2008.
Hoy, el Departamento de Física de la Universidad de Buenos Aires se llama «J. J. Giambiagi», y realiza una escuela anual con su nombre. La universidad de La Plata en cambio parece no haberse enterado, aún 50 años después, de que un hito de la física teórica tuvo lugar en sus pasillos. El único reconocimiento es el artesanal.
La historia de Giambiagi y Bollini es también la historia de la academia argentina. Movidos por la pasión por el conocimiento y la fuerza de voluntad, hacían ciencia de frontera desde el fin del mundo, en medio de las dificultades impuestas por la economía y la distancia a los grandes centros de desarrollo. Perseguidos por los poderes políticos locales por ser demasiado inteligentes, y ninguneados por la academia de los países centrales por ser sudamericanos, obtenían resultados de primera línea que competían de igual a igual con los de las ricas universidades europeas. Sus nombres, casi completamente olvidados en el ámbito local, dejaron una marca indeleble en el desarrollo científico de las generaciones que los sucedieron.
Brindemos entonces por la memoria de Giambiagi y Bollini, los latinoamericanos que domaron el infinito.