Patricia Martínez Botía, Universidad de Oviedo
Es de sobra conocido que las plaquetas se ocupan de restañar heridas, es decir, de cortar hemorragias, evitando que nos desangremos. Lo que en términos científicos se conoce como “mantener la hemostasia”. Eso las convierte en nuestras tiritas fisiológicas. Solo tienen una pega y es que, cuando se pasan de frenada, juegan en nuestra contra y generan trombos que pueden desembocar en infartos e ictus.
Pese a tan importante función, han estado relegadas al olvido mucho tiempo.
Pequeñas entre la marabunta sanguínea
La sangre es uno de los tejidos más estudiados. Desde los glóbulos rojos y su harta conocida función de transportar oxígeno al resto de tejidos y órganos, hasta los glóbulos blancos, que componen las diferentes líneas de defensa de nuestro sistema inmune; pasando por el plasma y todo su aglutinado de proteínas, lípidos, nutrientes y minerales.
Entre semejante marabunta de habitantes, es normal que durante un tiempo pasásemos por alto a estos pequeños integrantes: las plaquetas. Y no solo las obviábamos por su reducido tamaño, sino porque ni siquiera alcanzan el rango de célula, al carecer de núcleo y, por tanto, de los genes asociados. En cierto modo se pueden considerar meros fragmentos celulares, “polvo de la sangre”, como las describieron al observarlas por primera vez.
Pero ojo porque, lejos de suponer una desventaja, la ausencia de núcleo se traduce en un mayor espacio para almacenar todo tipo de proteínas, tanto en su interior como en su superficie. Además, su pequeñez les confiere la suficiente flexibilidad como para poder colarse por los recovecos más estrechos y recónditos de nuestro cuerpo.
Unas no-células muy versátiles
Contamos con más de un billón de plaquetas en circulación y, dado que tienen un periodo de vida que apenas llega a la semana, nuestra médula ósea se encarga de producirlas a razón de mil millones al día.
Hace tan solo unos años, la comunidad científica empezó a preguntarse cómo era posible que las plaquetas, tan numerosas, únicamente se dedicaran a la coagulación. La hipótesis de que podían jugar otros roles adicionales empezó a cobrar fuerza y empezaron a ser estudiadas en situaciones, tanto fisiológicas como patológicas, con las que nunca se les había relacionado.
Fue así como, justo cuando creíamos saberlo todo sobre ellas, una miríada de artículos de investigación demostraron que las habíamos subestimado. Que las plaquetas poseían toda una vida secreta de la que habíamos tardado en percatarnos.
Integrantes de la patrulla inmune
Para empezar, las plaquetas tienen una gran relevancia en la inflamación y la respuesta inmune. Su patrullar incansable por la sangre implica que son de las primeras en percatarse de si algún agente extraño (virus o bacterias, por ejemplo) está causando daños. Cuando esto sucede, liberan una plétora de moléculas que inducen la inflamación de la zona y alertan del peligro a los diferentes estamentos del sistema inmune.
No sólo eso, sino que participan muy activamente en su eliminación, bien en colaboración con los glóbulos blancos, bien en solitario. Este rol es también un arma de doble filo, dado que han sido relacionadas con el origen y evolución de ciertas enfermedades autoinmunes, como la aterosclerosis o la artritis reumatoide.
El carecer de núcleo, ya lo hemos mencionado, disponen de espacio un cargamento molecular que abarca del orden de más de 4 000 proteínas distintas, muchas veces con funciones antagónicas. Son liberadas o retirada del torrente sanguíneo, en función de las necesidades del momento. Tal vez las más populares sean los factores de crecimiento, que ayudan en ámbitos tan variopintos como el desarrollo embrionario o la medicina regenerativa, en la reconstrucción de los tejidos dañados después de una herida, e incluso a nivel neurológico.
El cargamento de la plaqueta también incluye a la serotonina, implicada en promover la regeneración del hígado cuando ha sido dañado o parcialmente eliminado. Además, como curiosidad, es precisamente la presencia de la serotonina en las plaquetas, junto con otras proteínas (reelina, péptido β-amiloide) típicamente asociadas a las neuronas, la que se ha usado para establecer la hipótesis de un nexo entre ambas, pudiendo ser las primeras un espejo de lo que ocurre en las segundas.
Una capa de invisibilidad para el cáncer
Por último, no podemos dejar de lado el papel deletéreo de las plaquetas en el cáncer, más concretamente, en la metástasis . Las células tumorales que recorren la sangre en busca de un nuevo órgano que colonizar tienen una tasa de supervivencia tremendamente baja. Sin embargo, nuestras plaquetas están dispuestas a echarles una mano, pegándose a ellas y rodeándolas, como una suerte de capa de invisibilidad, evitando que las células del sistema inmune las detecten y las eliminen.
No contentas con eso, también favorecen su trasvase desde la sangre al nuevo órgano. Además de crear un ambiente favorable para las células del cáncer tras su asentamiento, ayudando en el crecimiento de nuevos vasos sanguíneos (angiogénesis) que les suministran oxígeno y nutrientes .
En definitiva, en estos últimos años de observar con detenimiento a las plaquetas, hemos descubierto que están implicadas en más funciones de las que creíamos, tanto en lo relacionado con la salud como con la enfermedad. Esto no sólo las convierte en actores muy a tener en cuenta a la hora de investigar, sino también en potenciales dianas y factores terapéuticos, con la capacidad de ayudar a una cantidad de pacientes tan grande como diversa.
Este artículo obtuvo el segundo premio de la primera edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Patricia Martínez Botía, Investigadora predoctoral Severo Ochoa en Biomedicina. Grupo de Investigación en Plaquetas, Instituto de Investigación Sanitaria del Principado de Asturias (ISPA) y Universidad de Oviedo., Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.