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A comienzos del siglo V a.C el imperio de Atenas se encontraba en su máximo apogeo bajo el mando de Pericles, el ilustre estratega ateniense. Pero el esplendor sería breve, ya que comenzarían las Guerras del Peloponeso entre las dos grandes potencias helénicas: Atenas y Esparta. En este contexto, en el año 430 a.C, tuvo lugar una de las epidemias más devastadoras del mundo griego: la “peste de Atenas”. Provocó la muerte de miles de personas, casi un tercio de su población. Pericles no fue la excepción; murió a consecuencia de esta epidemia y esto contribuyó a la caída del imperio. Finalmente, Atenas fue derrotada por los espartanos.
Durante más de 2000 años, el agente causal de la epidemia fue desconocido y, hoy día, es motivo de cierta controversia. Sin embargo, hace algunos años, unos hallazgos arqueológicos combinados con diversos estudios de biología molecular permitieron arrojar luz sobre el aparente responsable de la epidemia: una bacteria.
La descripción histórica de la enfermedad
En el 431 a.C., Atenas y Esparta se batían en guerra por el control del Mediterráneo. Esparta contaba con un gran ejército pero carecía de flota. Atenas, en cambio, tenía un gran poder marítimo. Contaba con una flota muy poderosa, aunque un ejército débil. No obstante, tenía murallas de muy difícil acceso. No podía ser atacada por tierra ni tendría que someterse a nadie por falta de alimento. Ahora bien, la historia nos revela que su estrategia defensiva de encerrarse dentro de sus muros le jugó una mala pasada.
En el 430 a. C., una epidemia desconocida golpeó la ciudad de Atenas que se hallaba superpoblada puesto que, en épocas de guerra, los ciudadanos se refugiaban en la ciudad amurallada.
Las consecuencias de esta epidemia fueron devastadoras: en los 3 años subsiguientes, la mayoría de la población resultó infectada, y entre 75.000 a 100.000 personas murieron. Gran parte de la infantería ateniense y expertos marinos perecieron, marcando así el devenir de las guerras de Peloponeso. Pericles, su gobernante, vio morir a familiares y amigos. A él, una vez contagiado, al principio, el ‘mal’ no le atacó con gran virulencia, solo le causó fiebres suaves e intermitentes. Finalmente, le provocó la muerte, en el año 429 a.C.
En el famoso libro ‘Historia de la guerra del Peloponeso’ que data de esa época, el general e historiador ateniense Tucídides dejó una descripción detallada de la plaga y sus manifestaciones clínicas, habiendo sido víctima y superviviente de la enfermedad. Aquí transcribo algunos fragmentos:
“La peste atacó primeramente a El Pireo (N. del E: puerto de la antigua ciudad de Atenas), y desde allí pasó a la ciudad. Las personas se enfermaban de golpe y morían después de siete o nueve días de tormentos e insomnios. Los que alcanzaron a vencer la epidemia, conservaron sus vestigios toda la vida, quedando sin manos o piernas, o gravemente afectados en la vista y en el cerebro”. En otro fragmento menciona: “…En general, el individuo se veía súbitamente preso de los siguientes síntomas: sentía en primer lugar violento dolor de cabeza; los ojos se volvían rojos e inflamados; la lengua y la faringe asumían aspecto sanguinolento; la respiración se tornaba irregular y el aliento fétido. Se seguían espiros y ronquidos. Poco después el dolor se localizaba en el pecho, acompañándose de tos violenta; cuando atacaba al estómago, provocaba náuseas y vómitos con regurgitación de bilis (…) La mayor parte moría al cabo de 7 a 9 días consumidos por el fuego interior …”.
La naturaleza de la plaga era desconocida y ni siquiera se encuentra alguna mención clara en los escritos de la época. Por otra parte, el famoso médico griego Hipócrates no parece dar ninguna explicación sobre las causas de la misma.
A pesar de la detallada descripción de Tucídides, en los últimos 100 años, académicos y médicos no han estado de acuerdo con la identificación del agente causante de la enfermedad. Los síntomas descritos han motivado numerosas teorías. Se han enunciado hasta 28 hipótesis distintas al respecto. Algunas investigaciones sostienen que esta fiebre era una forma maligna de escarlatina que representó la primera aparición de la enfermedad en las costas del Mediterráneo. Otras posibilidades son el sarampión, la fiebre tifoidea, el ántrax, la peste bubónica o alguna otra enfermedad desconocida que desapareció ya hace mucho tiempo. De la totalidad de ellas, dos diagnósticos han dominado la literatura moderna: la viruela y el tifus. Los principales desacuerdos sobre la causa de esta epidemia se deben a la falta de evidencia microbiológica o paleopatológica.
Cualquiera haya sido la naturaleza de esta infección, en lo que todos acuerdan es que debió de provenir de otro lugar, que debió adoptar un carácter explosivo y la celeridad del contagio impidió que las personas desarrollaran cierta inmunidad que les permitiese hacer frente a la enfermedad. Cuando las personas se exponen a un patógeno, éste induce en su sistema inmunitario un complejo mecanismo que le permitirá, en las sucesivas exposiciones, disponer de defensas para enfrentarlos (se adquiere inmunidad frente a ese patógeno). Los sobrevivientes, a través de la recurrencia de la epidemia, fueron generando cada vez una mayor inmunidad y así, de forma progresiva, la peste se volvió menos mortal.
Los dientes reveladores
En 1994, en el cementerio del Cerámico (Kerameikos, en griego) de Atenas, un equipo de arqueólogos descubrió una fosa común que contenía al menos 150 cuerpos. Junto a ellos se encontraron vasijas y otras ofrendas funerarias que permitieron datar la fosa. Ésta correspondía al año 430 a.C., periodo coincidente con el del relato de Tucídides cuando tuvo lugar la peste.
Un grupo de científicos de la Universidad de Atenas empleó estos restos para determinar qué enfermedad fue la que azotó la famosa ciudad griega y, en el año 2006, publicó una investigación al respecto.
Dado que se conocen las secuencias genómicas de muchos microorganismos, los investigadores decidieron buscar vestigios de ADN de diferentes “sospechosos” de ser los agentes causales de la peste en la pulpa dental de los restos hallados. ¿Por qué allí? La pulpa dental es una fuente ideal de ADN de microorganismos septicémicos antiguos y esto se debe a su buena vascularización, durabilidad y esterilidad natural. Si los cuerpos correspondían a la época indicada y habían muerto por una infección generalizada por un microorganismo, debería haber restos de ADN del responsable de dicha infección.
¿Cómo lo hicieron? Seleccionaron al azar tres dientes intactos de los cuerpos encontrados en el cementerio y, bajo estrictos cuidados para evitar que se contaminasen con lo que buscaban encontrar, lavaron los dientes, les extrajeron la pulpa y a partir de ella el ADN. Luego, sometieron este ADN a técnicas de amplificación mediante reacción en cadena de la polimerasa (PCR, por sus siglas en inglés). Esta técnica permite generar muchas copias de una secuencia particular del mismo a partir de muy poca cantidad de ADN inicial.
De las diferentes causas posibles decidieron estudiar siete de ellas. Por ello realizaron amplificaciones de ADN dirigidas a partes genómicas del agente causal de la fiebre tifoidea, la bacteria Salmonella enterica serovar Typhi, del agente del tifus (Rickettsia prowazekii), el ántrax (Bacillus anthracis), la peste bubónica (Yersinia pestis), la tuberculosis (Mycobacterium tuberculosis), la viruela (virus de la viruela de las vacas) y la enfermedad por arañazo de gato (la bacteria Bartonella henselae). En los estudios incluyeron ADN extraído de pulpa dental de dos dientes intactos recogidos de un consultorio dental privado en Atenas. Éstos fueron empleados como controles negativos.
De todos los ensayos realizados sobre el ADN extraído, las únicas amplificaciones que resultaron exitosas fueron aquellas dirigidas contra las secuencias de ADN de Salmonella enterica serovar Typhi, el agente causal de la fiebre tifoidea. Por otra parte, los productos de amplificación fueron secuenciados para corroborar su identidad. Esto permitió determinar que correspondían a los genes amplificados de esta bacteria, aunque había ciertas diferencias con las secuencias conocidas actualmente.
Las discrepancias del estudio y la explicación de los investigadores
La fiebre tifoidea es una enfermedad que causa diarrea y erupción cutánea. Como mencioné antes, el agente causal es la bacteria Salmonella enterica, con los serotipos typhi o paratyphi A, B o C. Su reservorio, es decir, el lugar donde se aloja, es el ser humano y el mecanismo de contagio es fecal-oral, a través de agua y de alimentos contaminados con deyecciones. Cuando la bacteria ingresa por vía digestiva llega al intestino pasando a la sangre en la primera semana y, posteriormente, se localiza en diversos órganos produciendo fenómenos inflamatorios y necróticos. Finalmente, las bacterias son eliminadas al exterior a través de las heces. En el período de incubación (10 a 15 días), la bacteriemia cursa con fiebre que aumenta progresivamente hasta alcanzar 39-40°C, cefalea, estupor, roséola en el vientre, tumefacción de la mucosa nasal, lengua tostada, úlceras en el paladar y diarrea. Hoy en día se cuenta con una vacuna disponible para evitarla, aunque también puede tratarse con antibióticos.
Según los autores del estudio, el diagnóstico molecular de fiebre tifoidea es consistente con algunas de las características clínicas clave informadas por Tucídides, como la fiebre, la erupción cutánea y la diarrea. Otras características de la enfermedad, como la agudeza de su aparición, no coinciden con la típica forma actual de fiebre tifoidea. Esta inconsistencia podría explicarse por proceso evolutivos de la bacteria a lo largo del tiempo, lo que significa que la enfermedad puede no manifestarse de la misma manera hoy que en el pasado. La virulencia de las enfermedades infecciosas varía entre las poblaciones y con el tiempo, en función del fenómeno de inmunidad explicado anteriormente, ya que las poblaciones son sometidas a ataques sucesivos de la enfermedad. Además, las diferencias genómicas existentes entre las cepas antiguas y actuales de S. enterica serovar Typhi pueden ofrecer una explicación razonable de las diferencias en las características clínicas entre la peste de Atenas y la forma actual de fiebre tifoidea.
En una réplica a este estudio, otros autores indican que no hay pruebas suficientes para asegurar que la famosa peste se trató de fiebre tifoidea, aludiendo a que la única prueba de la investigación es que los fragmentos amplificados corresponden a genes de la bacteria. S. entérica según el análisis filogenético realizado con los mismos. Indican que este análisis no es del todo acertado, y, según ellos, la bacteria sería Salmonella pero no de la especie tifoidea sino una diferente. Mencionan, además, que lo que amplificaron por PCR serían contaminantes, es decir, que ese ADN extraído de las pulpas dentales podría haber estar contaminado con ADN de la bacteria, pero no de una fuente antigua, sino actual.
Los autores de la investigación original se defendieron ante esta acusación mediante una publicación dirigida al editor de la misma revista. En ella, además de volver a explicar todos los cuidados y metodologías, aclaran que el proceso de contaminación sería poco probable. Esto se debe a que la técnica empleada lo impide por tratarse de una modificación de la PCR llamada “PCR suicida” que evita al extremo la contaminación y los falsos positivos.
El debate queda abierto. Lo que parece claro es que las escasas condiciones higiénicas y el asedio al que fue sometida la cuidad causaron y propagaron con rapidez la epidemia. Ésta resultó no solo letal para Pericles y los miles de habitantes sino también para una Atenas en apogeo.
Bibliografía
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