Por Roman Herre
A partir de la década de los 2000, diversas crisis y y síntomas de crisis se entremezclaron. La crisis financiera sacudió el mundo a partir de 2007, el precio del petróleo casi se triplicó entre 2007 y 2008, y la explosión de los precios de los alimentos provocó revueltas del hambre en al menos 40 países. La búsqueda de nuevas y más seguras oportunidades de inversión y expectativas de beneficios debido a los altos precios de los alimentos han centrado la atención de los inversores en las tierras agrícolas fértiles. La tierra como bien de inversión prometía un doble beneficio: un aumento del valor de la propia tierra y, al mismo tiempo, una superficie rentable para alimentos y cultivos energéticos de los que se obtiene el biocombustible. También en nombre de la protección del clima, cada vez se adquieren más tierras para plantaciones industriales para capturar carbono. Lo mismo ocurre con la protección de la biodiversidad: la expansión de las áreas protegidas requiere tierras cuya designación a menudo viola los derechos sobre la tierra existentes. La apropiación de tierras por parte de empresas, bancos, fondos de inversión –a menudo de la mano de las élites nacionales– se denomina colectivamente acaparamiento de tierras.
570 millones de pequeños cultivos en todo el mundo son cada vez más dependientes de la tierra que se comercia en el mercado global.
La consiguiente concentración de tierras en manos de unos pocos inversores ha escalado a nuevas dimensiones desde los 2000: por ejemplo, la empresa alimentaria Olam International, con sede en Singapur, controla ahora más de de 3 millones de hectáreas de tierra. En Camboya entre 2006 y 2014, 300 inversores compraron casi 2 millones de hectáreas de tierra, aproximadamente la mitad del total de tierras agrícolas de Camboya. Se calcula que entre 100 y 213 millones de hectáreas en todo el mundo han sido objeto de transacciones de tierras desde el cambio de milenio. A modo de comparación, la Unión Europea (UE) tiene 157 millones de hectáreas de tierras agrícolas.
En muchos casos, el acaparamiento de tierras va acompañado del desplazamiento violento de la población local. Las comunidades rurales e indígenas se ven especialmente afectadas. Pierden sus pastos bosques, arroyos y tierras de cultivo y, por tanto, sus medios de subsistencia; a menudo se destruyen casas o pueblos enteros. Toda una serie de derechos humanos, como el derecho a la alimentación, el derecho al agua y el derecho a la vivienda son vulnerados constantemente. También se están socavando sistemáticamente los derechos de las comunidades indígenas y campesinas consagrados en la legislación internacional.
Las regiones con estructuras institucionales débiles son las más afectadas por la compra de tierra por las transnacionales.
Muchos gobiernos e inversores justifican el acaparamiento de tierras como un instrumento para combatir la pobreza y desarrollar las regiones rurales. Sin embargo, además de las violaciones de los derechos humanos, otro problema es que muy pocas personas suelen encontrar trabajo en las megaplantaciones recién establecidas. Por ejemplo, el cultivo altamente mecanizado de caña de azúcar en el estado brasileño de São Paulo sólo requiere une cortadore de caña por cada 400 hectáreas. En comparación con las estructuras agrícolas a pequeña escala, esto supone una importante destrucción de puestos de trabajo. Tras perder sus tierras, muchos de les afectades se ven obligades a trasladarse a los crecientes barrios marginales de las ciudades más cercanas o incluso al extranjero. Como la mayor parte de los beneficios de los acuerdos sobre tierras van a parar a las élites urbanas y a los inversores internacionales, la economía local apenas se beneficia de ellos. Además, estas zonas no se utilizan para cultivar alimentos para las personas locales con hambre, sino para cultivar comercialmente la caña de azúcar, la soja y el aceite de palma, que se comercializan en las bolsas agrícolas internacionales. La superficie cultivada sólo para estos tres productos aumentó en 57 millones de hectáreas entre 2007 y 2021, una superficie mayor que la de la Francia continental.
La tenencia desigual de la tierra es la causa principal del hambre, la pobreza y la violencia en América Latina.
Alemania también está implicada en el acaparamiento de tierras. En Zambia, por ejemplo, el inversor berlinés Amatheon ha adquirido más de 40.000 hectáreas de tierra. En 2009, el Deutsche Bank invirtió al menos 279 millones de euros a través de su filial DWS en empresas que compran o arriendan tierras agrícolas. Estas empresas poseían así más de 3 millones de hectáreas de tierra en Sudamérica, África y el Sudeste Asiático. Ärzteversorgung Westfalen-Lippe invirtió 100 millones de dólares en un fondo global de tierras que compró 133.000 hectáreas sólo en Brasil, en particular para enormes monocultivos de soja. Según la actual interpretación jurídica de las Naciones Unidas sobre la tierra y los derechos humanos, el gobierno alemán debe tomar medidas a tres niveles: en primer lugar, debe garantizar que sus propias acciones, por ejemplo a través de los bancos de desarrollo, no conduzcan a la violación de los derechos legítimos a la tierra. En segundo lugar, deben evitarse dichas violaciones por parte de empresas con sede en Alemania mediante la regulación. Y en tercer lugar, el gobierno alemán debe trabajar en el marco de la cooperación internacional para contrarrestar la concentración de la tierra en manos de unos pocos y reforzar el acceso a la tierra y los derechos sobre ella de los grupos pobres. Aún queda mucho por hacer en los tres ámbitos.
Referencias
Publicado originalmente por BUND bajo licencia CC-BY 4.0. Traducido y editado por el equipo Nibö.